Desde muy pequeña (hace ahora más de 40 años) recuerdo
el momento de abrir los regalos como uno de los más especiales del año,
sabiendo que alguien misterioso había
estado pensando en hacerme feliz, imaginándose alguno de mis sueños y buscando
la manera de que se hiciera realidad.
La línea que separaba la necesidad del deseo se
dibujaba muy fina en aquellos tiempos, en los que un jersey tejido por tu hermana
mayor imitando el que llevaba tu actor favorito en la serie de moda (Starky)
cumplía ampliamente los dos objetivos.
Las madres y hermanos mayores, que hacían las veces de
pajes de SS MM, eran imaginativos, divertidos y sobre todo, eran eficaces.
Sin embargo, el desarrollo
económico nos había colocado en una escalera mecánica que nos llevaba siempre
hacía arriba, sin hacer esfuerzo, sin
darnos cuenta de que nos íbamos separando del suelo cada momento un poquito más, con la
sensación continua de ir a lograr el cielo, la plenitud, el poder, la
felicidad, además de la frustración continua de no lograrlo nunca, claro está.
Pero teníamos los bolsillos llenos y eso nos daba
sensación de tranquilidad, de seguridad, de que nada malo nos podía pasar.
Entonces sólo veíamos en las noticias la mala situación y la hambruna en países
lejanos, unos minutos de lástima y compasión nos permitían cambiar de canal y
seguir en nuestro ascenso mecánico mantenido con la energía cuyo origen
desconocíamos.
Pero llegó el día en que la escalera se paró y la cara de
sorpresa fue general, el miedo invadió los corazones y pensamos que aquello era
el final. Algunos no supieron qué hacer y esperaron la muerte, sin ser capaces
de dar un paso más, con la esperanza de que alguien aparecería sobrevolando aquel
trocito de cielo, lanzando comida y agua para evitar el desenlace fatal.
Otros emprendieron la huída hacia adelante y corrieron
presos del pánico sin darse cuenta de que sólo les esperaba el vacío.
Pero el resto, la gran mayoría, sintieron el brusco
frenazo de la escalera que por fin les permitía ser conscientes de dónde
estaban. Y después de asimilar el miedo, de meterle en su interior y hacerle
propio, lo dejaron en un rincón y comenzaron a bajar lentamente, con cuidado
para no pisar a ninguno de sus compañeros de viaje que emprendían igualmente la
vuelta a la realidad.
Algunos lloraban, otros iban deshaciéndose de pesadas
cargas que llevaban encima desde tanto tiempo atrás que ni siquiera lo
recordaban, y otros, la mayoría, sonreían.