Me
gustan los horizontes lejanos.
Relajan la mirada y el alma.
Relajan la mirada y el alma.
La
niebla, sin embargo, igual que los laberintos, crea en mi espíritu cierta
sensación de desazón, de intriga ante lo que se sugiere pero resulta
inalcanzable para los ojos.
La
niebla envuelve los edificios, las calles y a las personas que los ocupan.
Desenfoca los contornos y confunde las distancias y proporciones.
La
niebla ayuda a crear una realidad paralela, una nueva dimensión que tiene que
ver con el ser, más que con el estar.
La niebla me envuelve con delicadeza como si de una sutil camisa de fuerza se tratara. No
me deja escapar de su melancolía y yo me entrego.
Dejo
que me lleve de la mano por los rincones del alma que menos aireados están, que
menos visito, pero que sin duda forman parte de mí.
Entonces
cierro los ojos y me entrego definitivamente. Otra vez estoy en el laberinto.
Me
tranquiliza un pensamiento. La experiencia me ha enseñado que nada es eterno y
que tarde o temprano el sol saldrá y con él, la niebla desaparecerá, sin hacer
ruido, como llegó.
Y los
edificios, las calles y las personas, abandonarán sus fantasmagóricas siluetas
para recobrar su apariencia real, o al menos, la que más cerca está del mundo
que me hace sentir en casa.
Gracias
niebla, por darme tregua en la tranquilidad.
Bellas palabras. El sol saldrá; tiene que salir...
ResponderEliminarVe rellenando las semanas con textos.
Un abrazo
Jose A Gallego