Sólo hacen falta dos seres para crear
otro. La mecánica es casi la misma en todas las especies, sin embargo, y por
mucho que se repita una y otra vez, el resultado es único, exclusivo e
irrepetible.
Yo soy la pequeña de una saga de seis y
puedo asegurar que mi familia es el más genuino ejemplo de lo que acabo de
afirmar.
Los dos varones llegaron los primeros,
pisando fuerte, aunque cada uno a su manera. El primero revelándose ante todo
lo establecido, el segundo haciendo lo mismo pero desde el silencio y la
aparente obediencia a las normas.
Después llegaron ellas, mis tres
hermanas mayores, tan distintas como buenas.
Todos ellos hicieron que me criara en
una familia normal de mediados de los 60. Mucho trabajo y poco dinero. Muchas
necesidades y pocos caprichos. Clandestinidad y lucha proletaria en la
trastienda mientras en el mostrador se despachaban cuarto y mitad de arenques y
unas alpargatas de suela de esparto del 42.
Alrededor de la mesa, siempre llena de
comensales, las tertulias se sucedieron desde mi recuerdo consciente de niña a
la que le impedían opinar sobre temas importantes como la creencia en Dios, o
paradójicamente, la libertad de expresión.
Fue ahí donde nació mi frustración al
mismo tiempo que mi necesidad imperiosa de ser escuchada. Fue ahí donde Carmina
y Emilio me enseñaron lo que era una familia, lo que resultaba de la amistad
cuidada con el mimo de la cocina humilde pero hecha con amor y compromiso, lo
que significa compartir cuando no se tiene y la manera en la que, aún en
silencio, se pide perdón.
Con ellos, con mis hermanos y amigos,
descubrí alrededor de la mesa que cuando estamos juntos nos sentimos más
fuertes, y que tanto reír como llorar se hace mejor en la compañía de quienes
te quieren.
Hace poco que Emilio se fue, poco a
poco, apagándose a sus 88 años de edad como una vela que por fin consume toda
la parafina y a la que ya no queda nada más por hacer, ni un solo rincón más
que alumbrar. Carmina, sin embargo, se marchó rotunda con 67 años, rápida, sin
previo aviso… o quizá mandó señales que ninguno fuimos capaces de percibir.
Fue una mujer apasionada, inquieta, con
ganas de aprender, de conocer, gran conversadora y perfecta a la hora de
escuchar. Vivió como el diapasón que marcaba el ritmo de la vida familiar y
cuando ella se fue de golpe, todos nos quedamos parados, mirando a un lado y a
otro como buscando el sonido que rompiera aquel silencio tremendo.
Y de repente, un ligero murmullo
comenzó a tomar presencia. De la oscuridad empezó a hacerse nítida una leve
luz, delicada, suave e imperceptible en un primer momento.
Era la voz de Emilio, que con el
corazón roto por la pérdida repentina del amor de su vida, se hacía oír entre
nosotros. Y era un discurso tranquilizador, doloroso en ocasiones, nostálgico
casi siempre. Y con el paso del tiempo todos aprendimos a seguir su ritmo.
Necesitamos algo más de 16 años para escucharle en pleno apogeo diciendo adiós.
E igual que Carmina me enseñó a vivir,
Emilio me enseñó a morir, dejándose cuidar, bailando conmigo un día
antes de su muerte cuando le ayudaba a llegar a su cama, mirando el movimiento
de las hojas del árbol frente a su ventana como quien veía la mayor de las
maravillas, porque además, así era para él.
Los dos me enseñaron a mirar el mundo
como una persona privilegiada por poder decidir la vida que quiero llevar. Cada
día lo intento pero de lo que no me cabe ninguna duda, es que he sido y soy una
persona afortunada por tener en mi mundo seres como ellos y como vosotros con
los que ahora compartir mis sueños.
Gracias!!!!
ResponderEliminarVeo jugar a mis hijos disfrutando de ser hermanos
ResponderEliminarleo tus palabras y sinceramente pienso que aun estoy a tpo de regalarles mas hermanos,
de aumentar la familia para que puedan crecer en el amor.
Gracias por tus palabras:
Rebeca