Todos cuando
nacemos ocupamos un lugar e interpretamos un papel; en la familia, en el
trabajo, con los amigos y también en la sociedad. Y como en la pista central
del circo, en ocasiones nos toca ser protagonistas y en ocasiones tocamos el
violín creando ese fondo musical que llena el ambiente de emoción contenida, de
temor a que el trapecista caiga por mucho que seamos conscientes de que existe
una red que lo protegerá antes de estrellarse contra el suelo.
Desde
pequeña, las pocas veces que pude ir al circo, me resultaba especialmente
atractiva la figura del mago. Me dejaba llevar por la ilusión, la fantasía, la
creencia de que había algo inexplicable que conseguía nuestra atención y lo que
era mejor, nuestra sorpresa y admiración.
Ayer vi en
televisión cómo una familia (matrimonio y un bebé) acoge en su casa a dos
jóvenes inmigrantes aún a riesgo de ser encarcelados si sale adelante una de
las reformas que el actual Ministro de (in)Justicia pretende aprobar.
En las redes
sociales se ven continuas muestras de solidaridad con colectivos o
particulares que están pasando una mala situación (dos bomberos gallegos se
negaron hace unos días a abrir la puerta que permitiría desahuciar a una
anciana de la que ha sido su casa durante los últimos 40 años de su vida).
Y es que el
mundo está lleno de personas que con una varita (barrita) mágica sacan conejos del
sombrero y los cocinan con patatas para dar de comer a cuatro que hoy tienen
hambre.
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